Artículo publicado en www.clasicamexico.com, el 9 de febrero de 2009
Sor Juana Inés de la Cruz:
“La Décima Musa de México”
mira, por ti, al Señor que Delfos mira,
en zampoña trocar la dulce lira
y hacer a Admeto pastoril concento.
Cuanto canto süave, si violento,
piedras movió, rindió la infernal ira,
corrido de escucharte, se retira;
y al mismo Templo agravia tu instrumento.
Que aunque no llega a sus columnas cuanto
edificó la antigua arquitectura,
cuando tu clara voz sus piedras toca,
nada se vio mayor sino tu canto;
y así como lo excede tu dulzura,
mientras más lo agrandece, más lo apoca.
Hace algunas semanas hacíamos un recorrido por la vida y obra de Hildegard von Bingen, “médica, científica, pintora, música, monja y mística del siglo XII” que vivió en Alemania en una etapa crucial para la vida de la Iglesia y de la sociedad en general, en la Europa medieval. En esta ocasión quiero referirme a otra monja excepcional, mexicana, que vivió en el siglo XVII y que fue contemporánea de otros mexicanos como lo fue el músico y Maestro de Capilla de la Catedral de México, Francisco López Capillas (1614-1674), o el gran poeta y dramaturgo Juan Ruíz de Alarcón (1581-1639) o de Carlos Sigüenza y Góngora, historiador, científico y literato (1645-1700). Se trata sin duda de Sor Juana Inés de la Cruz, conocida por todos nosotros como “La Décima Musa”. Es muy complicado hablar de esta mujer excepcional sobre todo si tenemos en cuenta que existen algunas biografías autorizadas que superan por mucho lo que yo pudiera aquí exponer. En realidad, y para situarnos en el plano que nos toca sobre la música sacra, hablaremos de algunos aspectos de su vida y obra en relación a la música de su época, que fue la ‘Edad de Oro de la Polifonía Vocal’. Me pareció oportuno hablar sobre ella precisamente por haber compuesto muchos villancicos para diversas fiestas litúrgicas. Comenzamos pues nuestra aventura sacro-musical de esta ocasión:
Juana de Asbaje (Asuaje, como dicen algunos historiadores) y Ramírez de Santillana, nació muy probablemente en el mes de noviembre del año 1648, en San Miguel de Nepantla, Amecameca. No hay muchos datos fidedignos sobre su primera infancia por lo que todo lo que sabemos de ella son conjeturas hechas en base a minuciosas investigaciones realizadas a partir del siglo XX. Al parecer fue hija de padre español y madre mexicana pero fue registrada como ‘hija de la Iglesia’, es decir, hija natural, lo que supone que el padre sólo le dio eso: el apellido. Todo lo demás respecto a su familia paterna nos es desconocido
Si nos atenemos a los datos que nos proporcionan dos de sus biógrafos más autorizados, por un lado el padre Alfonso Méndez Plancarte y por el lado opuesto Don Octavio Paz, al parecer Juana de Asbaje fue una niña prodigio. Se dice que a los tres años comenzó a aprender a leer y a escribir y cuando contaba con ocho años compuso su primera loa al Santísimo Sacramento. A falta de padre, el abuelo materno suplió la figura paterna y en su compañía la niña Juana se inició en la buena lectura, para lo cual aprendió latín (dicen que en veinte lecciones) y seguramente tendría nociones de griego, cosa obviamente insólita en una mujer del siglo XVII.
Al fallecer el abuelo, la familia se trasladó a la ciudad de México. A los diecisiete años la encontramos en la corte del virrey Marqués de Mancera y es probable que allí tuviera una que otra experiencia amorosa además de que pudo disfrutar de la vida de palacio con sus comodidades y placeres así como sus chismes e intrigas. Contando con el favor y el apoyo de la virreina, Sor Juana tomó la decisión (muy acertada por cierto) de tomar el velo de monja con las Carmelitas descalzas del Monasterio de San José (Teresa la Antigua) donde vivió sólo tres meses y tuvo que salir debido los rigores de la Orden. Sus “deseos” se vieron realizados al poder ingresar en el convento de San Jerónimo donde vivió hasta su prematura muerte en 1695. Mucho tiempo fue ecónoma y probablemente tuvo otros cargos de diversa importancia. El claustro favoreció y vio cristalizar casi toda su obra poética, no obstante buena parte de ella tiene como motivos principales asuntos profanos, y ¡vaya que esto le proporcionó no pocos problemas con su confesor y algunas otras autoridades eclesiásticas! ¡Qué tiempos los del siglo XVII!... (Continuará)
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